Una situación muy, muy vergonzosa me ayudó a superar mi negación del problema.
¿Incontinencia? ¡Para nada! Eso es cosa de mujeres mayores y personas enfermas. Tenía que ser más paciente, eso era todo. ¿Negación? ¿Qué es eso?
Recuerdo la primera vez que me ocurrió: fui al baño durante una comida con un editor y habíamos bebido bastante vino. Pensé que me había quedado a gusto y, tras unas cuantas sacudidas, me subí la cremallera del pantalón. Entonces sentí algo húmedo y frío bajarme por la pierna. Genial.
Esa se me ha escapado, pensé. Y no me preocupé. Pero volvió a pasar... una vez... y otra... y... Probé con pañuelos en los calzoncillos, pero se me escapó una vez en una parada de taxis. Casi cambio de ruta pero, aun así, no cedía.
Hasta que un día, jugando con mi hija Cati a un juego de mesa, mientras los dos nos reíamos y nos la pasábamos bien, sentí algo bastante raro.
“¿Qué es ese olor?”, exclamó Cati. Se me cayó el alma a los pies. Después de todo, ella misma acababa de dejar de usar pañales.
“Fue el conejito,” dije improvisando brillantemente. “¡Mira, se ha ido al jardín!”
Y hacia allá se fue ella; entonces me levanté del sofá, dejando al descubierto una mancha grande y oscura. Se acabó lo de negar el asunto. Bueno, excepto para el conejito.
Carla, mi mujer, se lo tomó bien. Al parecer, unos amigos habían tenido una experiencia similar hacía poco. Pensé en nuestros amigos Enrique y Juana sentados en el sofá la semana anterior.
Carla me dijo que debería llamar a Enrique, así que lo hice. Después de lo que había pasado, no me sentiría avergonzado. Él me habló de unos absorbentes especialmente diseñados para hombres. Me contó que con ellos se podía mantener la situación bajo control.
Desde entonces llevo puesto uno y, ¿saben qué?: a veces me olvido de que lo traigo. Lástima que no pueda decir lo mismo del nuevo conejito de Cati.
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